LA GRAN CONFESIÓN

Desde la penumbra en su sección del confesionario, el sacerdote despidió a su feligresa trazando al aire la rutinaria señal de la cruz.

―Ve con Dios, hija.

Cuando ésta apartó la cortinilla para salir, una porción de tenue luz se coló fugazmente, imprimiéndole el dibujo de la celosía separadora sobre la sotana, el alzacuellos, el flanco de su ojo. Dispuesto a abandonar él también la acogedora garita espiritual, otra voz le advirtió que volvía a estar acompañado.

―Padre ―irrumpió aquella voz―, me gustaría confesarme.

Al padre lo sorprendió la rapidez y el sigilo con que aquel hombre había entrado, o quizá más bien su propio despiste. Se acomodó nuevamente.

―Te escucho, hijo.

―Antes querría pedirle que nada de cuanto le diga saldrá de aquí. ¿Puede asegurarme el secreto de confesión?

―Por supuesto. Todo cuanto me digas quedará entre nosotros y Dios. Jamás he roto este compromiso.

―Lo sé ―declaración velada, más hecha para sí en el camuflaje de las sombras que para el religioso, que a éste le produjo una breve extrañeza, solapada por su siguiente afirmación―. Confío en usted.

―Bien. ¿Qué te aflige?

El desconocido retardó un segundo su respuesta.

―Causo daño a los hombres.

El cura maduró un instante su reacción, tanteando aquella voz reposada y profunda.

―¿Por qué motivo?

―Lo necesito. Para existir.

―¿Crees que te volverías un don nadie si dejases de hacerlo?

―Dejaría de existir. Me alimento de su dolor, sus miedos, su idolatría...

―Ya... ―convino, interpretando metáforas sobre la marcha―. ¿No crees que es mejor sacrificarse por los demás?

―Dígame: ¿qué sentido tiene la vida si no existes?

Pronunciaba por tercera vez aquel verbo.

―¿Te da miedo la soledad?

―Creo que en realidad siempre he estado solo. Pero no se trata de soledad.

―Entonces, ¿de qué se trata?; explícame, hijo.

―Padre, ¿usted cree en Dios?

―Claro ―replicó su siervo, con la boca llena de obviedad.

―¿Y en el diablo?

―Bueno... Creo en algo que se podría llamar así.

―¿Me creería si le dijese que yo soy el diablo?

Dudó de la naturaleza del juego que se traería entre manos aquél.

―¿Tú crees que eres el diablo...? ―El tipo no contestó, obligándolo a revisar la pregunta que había formulado primero―. No, me costaría mucho creerlo ―trataba de escudriñar sin éxito a través de la celosía, maldiciendo a su manera la escasa visibilidad.

―¿Y si le mostrase unos cuernos y un rabo?

El cura imaginó una cola escamosa terminada en punta de flecha deslizándose por debajo hasta tocarle la sotana.

―Una imagen un tanto clásica, ¿no?

El otro rió suavemente.

―Sí, demasiado.

―Hijo, no sé a dónde quieres llegar.

―¿Y si le dijese que en realidad soy su dios?

―¿Cómo puedes decir eso? ―lamentó airadamente―. Mira, tal vez te hayas equivocado de lugar. Tal vez deberías...

―Disculpe, padre ―interrumpió―. Crea que no es mi intención resultar ofensivo.

La voz del hombre se le presentaba tan sosegada y correcta que no podía por menos que permitirle proseguir.

―Está bien. Dime qué buscas entonces.

―Ya se lo he dicho: deseo confesar, el daño humano que he causado y las mentiras, la manipulación de que me he valido para ello, al principio de modo inconsciente.

―Explícate mejor.

―Sí... Sé cuán difícil le resultará creer que soy quien he sugerido, pero haga un esfuerzo de imaginación y contemple esa posibilidad momentáneamente; véame como la encarnación transitoria de algo con lo que casi todo el mundo fantasea pero casi nadie experimenta claramente: Dios o diablo, elija al que más fácil le resulte asociar conmigo. ―Hizo una pausa dramática.

El párroco se decantó por asumir que aquella persona no creía realmente encarnar a ninguno de los mentados sino aspectos de cuanto simbolizaban.

―Me costará, pero prosigue.

―Imagine también que su adorado dios y su repudiado diablo son en parte invención de otra inteligencia, la cual, según se mire, puede considerarse divina o demoníaca y juega ambos roles, promocionándolos, potenciándolos. Yo soy esa inteligencia. ―Nueva pausa. Aunque la voz sonaba menos distante, no percibía que se hubiese acercado. Le reconoció cierta cualidad hipnótica a aquel tono y la calmada autoridad que despedía―. Imagine su religión como un simple mito, una mentira.

―Creí que deseaba confesarse, no abrir una discusión filosófica ―asestó con incipiente disgusto.

―Lo estoy haciendo.

―Lo que está haciendo es tratar de poner en duda mi fe usando la teoría de que fueron los hombres quienes crearon a Dios y no a la inversa.

―No, hablo en primera persona ―corrigió, sin alterarse ante la hostilidad despertada.

―De acuerdo: usted creó a Dios. ¿Por qué?

―Tampoco he dicho eso exactamente.

―Mire ―consultó su reloj mientras se levantaba―: ya es tarde, y mucho más para aguantar estas tonterías, así que...

―Por favor, siéntese ―elevó aquel tono, sólo para reclamar su atención―. Creo que ese pescado al horno podrá esperar unos minutos.

Tal comentario, el alarde de poseer una información tan banal pero tan íntima como era su decisión de qué iba a cenar aquella noche, demudó su semblante.

―¿Cómo sabe usted eso?

―Yo sé muchas cosas. Ahora siéntese, por favor. Todo cuanto le pido es que termine de escuchar.

Obedeció, ignoraba en qué proporción intimidado e intrigado.

―Gracias. No tardaré. Respondiendo a su pregunta sobre mi propósito: por mantener ignorante a la humanidad, y por mantenerme a mí mismo en la supervivencia. ¿Ha oído la frase «querer es poder»? Las ideas toman cuerpo: nacen, crecen, evolucionan y se transmiten de generación en generación; si se cree lo suficiente en ellas, no sólo acaban por materializarse sino que pueden llegar a cobrar vida propia. Y son muy difíciles de matar, extremadamente difíciles. Yo sirvo de ejemplo.

El confesor callaba. Su confesante prosiguió:

―¿Sabe que cada cerebro humano libera constantemente una cantidad de energía, más intensa cuanto mayor la emoción por una idea? ¿Dónde cree que va a parar? Yo me alimento de eso. Yo soy eso. Soy el producto de siglos de eso que llaman fe. He inventado los ídolos que adoran.

―¿Y por qué diferentes ídolos? ―cuestionó, para demostrarse un grado de valentía dentro del apocamiento―. ¿No tendrías mayor fuerza, de ser quien dices, si todos te imaginásemos de la misma forma?

―Muy buena pregunta... No. Me volvería seguramente más palpable, me estabilizaría en alguna forma que pudieseis compartir, pero acabaríais por daros cuenta de mi verdadera naturaleza y seríais vosotros quienes me controlaseis una vez desvelado el truco. Las ideas se tornan vulnerables cuando se hacen realidad. No hay nada mejor para matar una idea que materializarla.

―Me estás diciendo que eres una especie de... ¿vampiro?

―Crío fieles como ganado que saboreo, y de vez en cuando los excito con algún fuego fatuo, algún prodigio inexplicable, algún pretendido milagro para que no decaiga su fe, para que se fortalezca; os empujo al enfrentamiento para cebarme en vuestras emociones crecidas ante el peligro, la muerte, el vacío. Floto en el aire que respiráis, respirándoos; me muevo entre vosotros sin que me apreciéis, más que por el efecto de mi presencia, esa descarga agotadora, succionando la profunda decepción que late bajo cada creencia injustificada, bajo cada convicción. ¿Vampiro? Por qué no.

―Coartas el libre albedrío ―se sorprendió opinando, acunado por aquel timbre vocal, envuelto en la vibración de aquellas palabras como una mosca en los hilos de una araña.

―No. Intervengo ocasionalmente, y vosotros en última instancia actuáis entregados a ideas propias.

Se revolvió contra la ceñidora mortaja de seda:

―Has insinuado que eres etéreo, apuntando que flotas, que te mueves sin ser visto... Sin embargo, ¿cómo explicas tu corporeidad en el hecho de estar aquí, conmigo, hablándome?

―¿Me has visto acaso...? Sí soy etéreo, inaprensible, una manifestación voluble que se transforma, que se concreta momentáneamente, pero nunca en modo perdurable, lo mismo que los hombres no os ponéis de acuerdo al imaginar vuestros dioses y demonios. Y no necesito corporeidad alguna para hablarte puesto que me comunico directamente a través de tu cerebro; al fin y al cabo, no soy más que una idea, aunque a menudo desee ser físico y de vez en cuando lo consiga.

El cura meditó su réplica.

―¿Ahora eres físico, visible...?

Guardó unos segundos de silencio.

―No ―respondió llanamente.

Se dispuso a levantarse para comprobarlo, para enfrentarse definitivamente a él.

―Espere, padre ―lo detuvo―. Aún no me ha dicho si me concederá la absolución. Hoy he pensado que debía pedírsela..., pero también darle las gracias, ya que sin gente como usted yo no viviría.

El sacerdote, medio inclinado, tocando la tela que lo separaba del exterior, reaccionó descorriéndola vigorosamente. Y, cuando repitió este gesto sobre la contigua, descubrió con un latido discordante vacío aquel habitáculo...

Miró a un lado y a otro, alrededor del confesionario, tras las columnas, el altar; recorrió toda la hilera de bancos exhaustivamente hasta llegar al pórtico de la iglesia, sin hallar el más ínfimo rastro de aquella persona. O el tipo era muy rápido o había estado soñando, porque se negaba a creer que hubiera sufrido una alucinación, producto de una repentina enfermedad mental o del propio demonio.

Regresó a la altura del confesionario abierto, resistiéndose igualmente a creer que si no lo encontraba tal vez era porque no se había marchado de allí...

Un mendigo entró y saludó humildemente, su gorra en la mano como señal de respeto. Se encaminó por el pasillo central. Él volvió su mirada al confesionario, al compartimiento que había ocupado alguien que no había visto... A su espalda, recibió de pronto las admiraciones de aquel viejo.

―¡Padre...! ¡Padre, está llorando...!

Giró sus solemnes vestiduras y observó cómo el desastrado hombre señalaba con su dedo índice:

―¡El Cristo está llorando!, ¡está llorando sangre! ―exclamó con su débil voz para acto seguido santiguarse temeroso e hincar las rodillas.

El padre se acercó al altar. Comprobó que efectivamente los ojos de la figura lloraban gotas de un rojo oscuro que empezaba a formar dos pequeños riachuelos.

―¡Es un milagro!, ¡es un milagro, padre, un milagro! ―gritó el otro mientras se incorporaba para salir corriendo a propagar la noticia.

Él pensó en limpiar el líquido del impávido rostro de la figura. Aunque sospechó que seguiría manando. De lo que estaba más seguro era de que en poco tiempo la iglesia se llenaría de apasionados fieles, cegados por la emoción. Y ante aquella visión supo que tendría que debatirse entre aceptar su origen divino o negar en un instante la dedicación de su vida...

        Sintió un ligero debilitamiento, como una perceptible descarga de energía que no supo hacia dónde se desplazaba, o en qué se transformaría...