LA ÚLTIMA FRONTERA

Carol pudo contemplar nítidamente la habitación alrededor de su cama, con una ausencia de esfuerzo que hasta se le antojaba impropia, sintiéndose de pronto liberada de cualquier molestia o impedimento que la hubiese llevado al hospital; contempló la bien iluminada habitación y, después, a sí misma tumbada allí...

Sin intermediación de espejo alguno, desde cierta altura, se veía: veía un cuerpo con sus facciones, entubado e inerte, no muerto pero casi. Había oído hablar de aquellos episodios. Entornó la mirada hacia el punto desde el cual analizaba semejante escena, hacia la envoltura corpórea que presumiblemente contendría su conciencia, quizá una traslúcida copia del original, del fardo comatoso en que se había convertido, aquella suerte de prosaica bella durmiente (aunque dormir no equivale forzosamente a soñar, y los sueños convencionales discurren muy por debajo de la inaprensible lucidez que experimentaba), y no descubrió su aspecto habitual reducido a etéreo, ninguna versión de fantasma clásico, de alma descarnada como las que suele representar el cine; simplemente, no halló nada.

Entraron un par de enfermeras. Observó en su estatus de imperceptible testigo cómo la aseaban con una esponja ―los miembros fláccidos―, cómo mudaban a aquel muñeco apagado y lo volteaban para cambiar sus sábanas. No sentía conexión con él. Y, de momento al menos, tampoco le importaba demasiado. Tuvo curiosidad ante tan novedosa situación, así que se dispuso a explorarla.

Flotó por los pasillos del hospital atenta a cada detalle. Espió visitas, visitó pacientes y personal y asistió a sus actividades ligeramente elevada sobre ellos. Topó con una ventana al final de uno de esos pasillos y se preguntó si, a aquella altura, sería capaz de mantenerse ingrávida o descendería como si aún pesase. Intuyó que dependería de su ánimo, que el temor a caer provocaría que cayese y la convicción de volar le proporcionaría una especie de alas invisibles... Abandonó a través del cristal las instalaciones, invadida por un vértigo de novato que menoscabó su determinación inicial, atrayéndola varios metros hacia el suelo, hasta que se recompuso para superarlo como había predicho, y planeó entre edificios más liviana que el aire, rebasándolos a continuación, fortaleciendo su teoría. No creía estar soñando, ni sufriendo un extraño desajuste cerebral que la conducía a imaginar todo aquello: era consciencia, o así lo percibía; pura conciencia liberada.

Ascendió considerablemente. ¿A qué velocidad podría desplazarse? ¿Dependería también de su convicción...? Atravesó el Atlántico en un periodo ridículo, acelerando progresivamente, a medida que la visión monótona del paisaje la impacientaba. Una habilidad para proyectarse hacia donde enfocara su atención parecía dilatarse en el transcurso, ayudándola a cubrir tales extensiones.

Pronto aseveró aquella inaudita capacidad, trasladándose a cualquier rincón del planeta con sólo proponérselo. Tomaba altura, ensanchando su panorámica, y elegía dónde se lanzaría en picado como un ave de presa. De las pirámides aztecas a las egipcias, hilvanando paradas por una ruta caprichosa que ambicionaba acaparar cada destino turístico, del más manido al más exótico, en un tour que jamás permitiría su sueldo. Y, aún desbordada por la magnitud del plano terrestre, quedando mucho por husmear, reparó en las estrellas. Ignoraba cuánto duraría aquel don, porque no lo suponía perenne, y, si corría peligro de interrumpirse súbitamente, merecía ser aprovechado para viajar a sitios que nadie podía alcanzar. Ascendió de nuevo. Coronó tímidamente la estratosfera y prosiguió. Hasta el espacio exterior. Ahí se detuvo, para admirar la Tierra, un enorme globo azulado y blancuzco que se desbordaba por una vez de las pantallas de cines y televisores... Regresó inmediatamente, pretendiendo asegurarse de que era capaz, de que no la anulaba motrizmente aquella ingravidez. Y, afianzada, decidió ir más lejos. ¿Cuánto más lejos podría ir...?

Volvió a otear en dirección a la esfera terráquea, pero esta vez desde la Luna. El distanciamiento siempre resta importancia y, suspendida en mitad del oscuro vacío, le trasmitió una imponente vulnerabilidad. Luego, saltó a otro planeta del sistema: el destacado Júpiter, maravillándola sus gases y tormentas en permanente evolución. Bailó alrededor de él, brincando de satélite en satélite antes de arribar a Saturno, donde descompuso en cercanía la definición de sus anillos («¡Caray! ―pensaba―, el supuesto viaje astral lo está siendo literalmente»)...

Regresaba continuamente para no perder su punto de referencia, no resultara que se extraviase en la inmensidad del cosmos. Esto la ayudó a habituarse, a agrandar de un modo increíble su control sobre aquella extraordinaria capacidad. Y se propuso otro reto: llegar hasta el fin, averiguar si el universo ostenta límites...

Concentró toda su energía en una dirección, fijó su conciencia en el infinito y se impulsó hacia allí, abstrayéndose del colosal espectáculo que la rodeaba... La velocidad de la luz no representa un tope cuando no necesitas desplazarte físicamente.

Desconoció el tiempo transcurrido, porque el tiempo ―y, por supuesto, su noción de él― habían desertado en el trayecto hacia aquel punto impreciso. Cuando sólo tuvo oscuridad ante ella, deceleró. Detrás, las últimas estrellas se apagaban como débiles y lejanas candelas en una noche ventosa... Aún osó adelantarse un poco más. Pero la oscuridad se cernía por todos los flancos y sintió miedo, terror a perderse en aquella aparente nada, en medio de una soledad indecible donde ya no distinguía siquiera que avanzase. Resolvió que había llegado al fin. Y retomó, desesperada, el camino inverso...

Descendió a las calles de la ciudad. Deseaba rodearse de gente. Aunque seguía convencida de la existencia de seres inteligentes allá fuera, y sabía que estaba desperdiciando una oportunidad única para corroborarlo, prefirió en aquel momento la cercanía de sus semejantes. Afloraba cierta aprensión por haberse transformado en un ente impalpable y, por tanto, incapaz a su vez de tocar, de aferrarse a la solidez de un cuerpo. Intentó regresar al suyo. Lo atravesó sin infundirle ninguna reacción; se acopló a él, imitando su posición de cara al techo, enterrándose en la opacidad bajo sus párpados, rememorando las sensaciones físicas, convenciéndose de tender puentes entre su voluntad y sus músculos, pero éstos no respondían. Y, al pensar en aquellos ojos cerrados, en aquel organismo conquistado por un sopor  irresoluble e indefinido, Carolina se percató de que ella, la mente disociada, activa, consciente, a pesar del excitante trajín viajero y el prolongado desvelo, no acusaba necesidad alguna de descansar, y quiso conocer si, en aquel estado extracorpóreo, existía algo similar al sueño o permanecería vigilante indefinidamente, obligada a un aislamiento que ya la agobiaba, imposibilitando interactuar con otros... Resurgía el terror ante ese horizonte. Debía centrarse en no sucumbir a él, asiendo la esperanza de recuperarse a sí misma, llenando el pensamiento con estímulos opuestos... Divagó nuevamente por los pasillos, por las salas de cada planta del hospital, tratando de interesarse en algo, en alguien... Un chico de Rehabilitación. Era un hombre joven, guapo, de rostro afable, abundante cabello negro impecablemente cortado y carnes prietas. Estudió cada ademán suyo sin revelar defectos. Se adhirió a él como una rémora a un tiburón, ansiando vivir su vida, engañar a la soledad, distraer al terror que acechaba. Cuando acabó su turno, lo siguió hasta su casa, donde lo recibieron una mujer y una hija igualmente perfectas.

Carolina los acompañó en su afán de que se le contagiase la calidez de aquel hogar.

Tras la cena, la niña a punto de adolescencia se retiró a su cuarto. Carol pasó por allí más tarde. Observó que, arrodillada sobre un cojín y valiéndose de unos anteojos, espiaba absorta por su ventana. Buscó al otro lado del patio el objeto de aquel interés... Tras otra ventana, un hombre de mediana edad dormía. Al acercarse, pudo distinguir un tenue brillo en sus ojos cerrados, y creyó darse cuenta de que lloraba lánguidamente. Intrigada, se desplazó hasta su habitación, al lado mismo de su rostro. Lloraba, efectivamente, conmovido por alguna angustia subconsciente...

Carol empezó a frecuentar aquel apartamento, como en la distancia lo frecuentaba la niña. Retuvo los rasgos de aquel hombre elegante, velándolo en la penumbra hasta el albor, conmoviéndola sus sollozos, relajándola el resto plácido de su sueño. Lo siguió durante sus actividades cotidianas, tratando de inferir a qué se debían las gotas que cada noche emergían a través de unos párpados cansados mientras se encariñaba del aire melancólico que despedía. Pero no acertaba con la solución al dilema. Hasta que un día la desapegada conciencia en que había transmutado retornó bruscamente a su contenedor.

Abrió sus ojos en la habitación del hospital. Giró su cabeza a un lado y a otro, constatando que escudriñaba desde la perspectiva correcta, que sus miembros respondían al mandato, que mente y cuerpo eran uno otra vez. Pronto acudieron enfermeras y doctor, felicitándola por despertar, aunque no sentía haber dormido y tenía unas ganas tremendas de hacerlo...

Se sorprendió cuando más adelante aquel enfermero se presentó en el cuarto para guiarla en las tareas de rehabilitación. Conversando para entretenerla, mencionó a su hija, algo sobre ella dijo y a Carol se le escapó el nombre de la niña, confirmado instantáneamente por una reacción anonadada en el hombre. «Oh ―trató de disimular―, se lo habré oído a alguien.»

Recuperada, fue al encuentro del vecino. Tras varias semanas examinándolo, conocía sus hábitos perfectamente. Lo abordó a media mañana en una cafetería. Se lo contó todo, aportando buen número de detalles para convencerlo de que no hablaba con una loca. Había llegado a sentirse profundamente atraída hacia él. Y acabaron intimando.

 

Cada vez que se acostaban en aquella casa, Carol bajaba la persiana, frustrando a la niña. Pero, a pesar de la ventaja de que era acreedora para complacer su propia curiosidad, sabía tanto como ella... Lo había juzgado con aspecto de viudo, quizás uno en quien no habría cicatrizado adecuadamente la herida por la marcha de una amante esposa. No era así. Puede que alguna otra mujer le hubiese hecho daño. Sin embargo, consciente del rastro salado en torno a sus ojos cada noche, él lo negaba. Tal vez se tratara de algo que no deseaba compartir con ella, aunque afirmaba no ocultar secretos, y parecía convincente. ¿Lloraba acaso por un deseo nunca obtenido que ella no satisfaría...? Cada noche, Carol aguantaba sus párpados alzados en la penumbra, vigilando los de aquel hombre hasta que segregaban fluido. La mortificaba no llegar al fondo de aquel ser con el cual se acostaba, tan cercano y, en cierto modo, tan lejano.

Postrada en la cama una noche, salió de su cuerpo, como le había sucedido en el hospital. Entonces, sintiéndose de nuevo una conciencia libre, se le ocurrió meterse en la cabeza de él. Probó a introducirse directamente en el misterio de su mente. Atravesó el hueso y se encontró suspendida en un espacio negro, idéntico al inquietante lugar que había asociado con el fin del mundo (más por miedo a continuar desprovista de mapas que por otra cosa), justo antes de despertar.

        Esa vez sí fue un sueño. Animada por él, envuelta aún en la ensoñación, se aproximó a su frente... Y sus labios tropezaron con la dureza del cráneo. Depositó un beso en aquel muro infranqueable. Realmente, no había alcanzado la última frontera.